sábado, febrero 16, 2008

Hernán Poblete Varas: Conversaciones con la Nuvó

Artículo editado en Revista de Libros de El Mercurio, octubre 2007

Imaginen un joven chileno que al llegar su entrevistado, en medio de este Santiago que se nos pierde cada vez más entre sus edificios mamutescos y su poca deferencia por los espacios del ayer (¡cómo ha cambiado nuestra ciudad!), está muy de lentes y barba ensimismado en un buen libro, digamos un libro de aquellos que nuestros jóvenes no leen, digamos (aunque ahora no lo recuerde, todo hay que decirlo), un libro de Francisco Coloane, el gran Francisco Coloane, Coloane el de los faros, el de los marineros hastiados y sin embargo esperanzados en sus camarotes, fuertes, viriles, los marineros, y este joven sentado en una banqueta frente al café donde estaba concertada la cita.

Pues bien, así es Diego Zúñiga, mi entrevistado de esta semana.

Es un joven además muy afectuoso, de buenos modales. Cuando lo saludé le dije que yo era Hernán Poblete Varas, que lo quería entrevistar para El Mercurio. Claro que lo conozco don Hernán, me dijo Diego, lo leo, leo sus críticas.

¡Buen chico éste!, pienso yo y le digo si le gusta el autor que lee. Lo estoy leyendo recién, me dice él. Y luego me pregunta mi opinión.

Es un libro que remite a esperanzas, a buenos tiempos pasados, un escritor de real calidad, digo. En suma: hay que leerlo, digo.

Cuatro cuentos disponemos de Diego Zúñiga Henríquez (1987), un joven narrador obsesionado con la literatura a partir de la literatura, un descorazonado primer acercamiento a la Nuvó (la Nueva Nativa New Noveau Narrativa chilena, movimiento nacido a mediados de la década presente entre alumnos de taller literario de Luis López Aliaga, ex revolucionario, cuentista y ahora guionista de televisión, lo cual explicaría, al menos en parte, la inexistencia total de ese movimiento, como si quisiéramos ordenar en un papel las andanzas de tres o cuatro amigos buenos para jugar a la pelota, que alguna vez han marcado un bonito gol, y, no teniendo padres para que graben sus cachañas, se graben ellos mismos en un gesto de patetismo, aunque también ternura, aunque, sobre todo, no exento de ambigüedad). Los cuatro cuentos de Zúñiga, es decir Urrejola, Lorrie Moore le lee un cuento a Catalán, Perdidos y Sentado junto a una ventana nacen indistintamente de la visión, de una ternura desarmante, del joven autor para con la literatura: sus héroes son escritores, o aspirantes a serlo, sus heroínas leen, los libros esconden secretos. ¡Este joven, sin duda, cree en los libros, en su simulacro de salvación (sic)! Y sin embargo los personajes no desmerecen, ni tampoco las imágenes, más bien (todo hay que decirlo), personajes e imágenes apabullan con su dulzura, el triunfo de una extraña y juvenil saudade sobre el insistente bombardeo de información paraliteraria que, paralelamente, nos da el joven Zúñiga. Así, la sobreliteraturización (sic, sic) de la que hace gala el autor es sólo atribuible al cariño que probablemente siente por escritores que citan alegremente y a granel, error del que se da cuenta cualquier lector, excepto el propio Zúñiga. En Sentado junto a una ventana, el desplome de ambos protagonistas, pleno de belleza, el derrumbe de la estructura que se ha ido construyendo lenta y sólidamente detrás de los libros y los dos jóvenes y tristones protagonistas, encuentra banderas excesivas en las múltiples referencias a Zambra y Murakami. Aún así, el cuento se desprende de la aridez que insinúa al comienzo y luego vuela, tal como sus jóvenes protagonistas, por pruebas soterradas, por pruebas ancladas, cocinadas, digámoslo así, en la realidad (como esas puertas que habla el texto, la primera y la segunda libros, la tercera un zoológico) y los personajes circunvalan esos textos, esos nombres de escritores que tanto parecen decir pero que sólo son pequeñas voces difusas debajo de las sombras de los personajes, sombras que llegan hasta el cielo hacia el final de la narración.

El joven Zúñiga, premiado este año en un concurso de su universidad, la Pontificia Universidad Católica, nos habla de su blog (una especie de bitácora que los jóvenes de hoy escriben en sus computadoras, en la internet) dedicado a la literatura, y me dice nombres de amigos, nombres de dos, tres amigos que escriben bien, eso dice, querido Diario, aunque no aclara que quiere decir por los que escriben bien, más bien sólo queda claro que son sus amigos y después incluso dice estas frases: más bien son mis amigos. Los pronuncio antes que nada porque son mis amigos, ¿no es esa la mejor razón?

Lorrie Moore le lee un cuento a Catalán, es, en cambio, más bien una narración que sólo se cuelga, forzadamente, de una referencia a Charles Bukowski para dar el vamos, la que después se disolverá en una extraña, una voraz, elipse de amistad, ambición y desesperación. La tristeza, la soledad del tal Catalán, admirado sin embargo por un joven aspirante a escritor, alcanza alturas poéticas inéditas en el resto de los cuentos, y su resolución es cinematográfica, de violencia, de suciedad, de un Gaspar Noé emotivo y melancólico, si eso, insisto acá, es posible. Pero la belleza del texto reside en que es una simple historia de amistad, de complicidades, de escenas de dolor extraño, de morbosidad grotesca a ratos, que vuelve a encontrar en la literatura (en este caso Lorrie Moore, una narradora norteamericana menor), el punto de fuga sagrado. El premiado Perdidos es un buen homenaje a Bolaño, que esquiva (aunque pareciera a cada momento que va a caer, que podría caer, que quiere caer), en esos clichés. Como el fallecido narrador chileno (1953-2003), Zúñiga intenta, con su característica ternura y ambición, deshaciéndose del esnobismo, ensalzar la desaparición, desifectarla, darle significado. En Urrejola, su uso privilegiado del ritmo, de la prosodia, de reubicar los clichés para hacerlos burla y signo aparecen con singular claridad, si bien luego cae en una confusión para sacar esa narración adelante. Ensayo y caída. Ensayo y triunfo y caída y luego otra vez ensayo. Intento. Juventud y ambición y esnobismo y ternura. Belleza. Caídas pero no porrazos, caídas suaves como en los brazos de una madre. Flores que intentan abrir pétalos en medio de volúmenes, de textos llenos de tierra, moho, sin luz. Flores que abren sus pétalos a la luz y refulgen, brillan, finalmente, tienen luz, ante la intemperie caliente que es la realidad.

-He estado leyendo a Verlaine, le ruego me disculpe si me gana el entusiasmo, le digo a Antonio Díaz Oliva (1985-), que llega a la cita saludando, seguido de una hilera de mujeres, con quienes se da abrazos y se saca fotos antes de despedirse. No es como Pablo Toro Olivos (1983-), un poco despistado y confundido, que llegó preguntando a sus amigos si ése era yo. ¡Hombre, claro que soy yo!, dije, aunque pensé en Kierkegaard, sólo un poco. Mientras empezaba a atardecer, ahí con los niños. Pero a Pablo Toro no se le entendía mucho, y sus cuentos, cuando ya los tuve a mano, eran más bien ofensivos, como escribir… enojado. Como escribir… con rabia. (Como cabalgando, pensé también, pero ¿cómo sería escribir cabalgando realmente? O cabalgando rabiosamente). Y la rabia puede ser buena hombre, cómo no, pero este joven, como recordé después, era eso, un joven, y ya tendrá tiempo para conocer los vericuetos, las trochas, los senderos de esta vida, hijo, tranquilo, que somos hombres maravillosos y vulnerables.

Los cuentos de Pablo Toro, los revisados al menos (Una carta para Stanley Noon, El Proceso, Segumiento, Bobby, Dice Medina, La Ensenada, Parque Avendaño, Fiestas, Hombres Maravillosos y Vulnerables, Silvina, El club de los cinco, Vendaval), son un constante, un asombroso alarde de inventiva, de poderío narrativo, lleno de quiebres refulgentes, ritmo, palabra, goce. Sus cuentos son, -y en este apartado, convengamos de una vez, sólo está él- la construcción de un estilo, una vertiente, como se denomine, en donde hay una variante de la locura pura: una realidad agria o ridícula, una pobreza sentido que Toro prefiere ver a través de un crisal de patetismo, una pobreza subsanada, cosida, a través de múltiples diálogos con lo que hoy se dice la cultura popular, con la televisión, con los libros y sus autores, con el cine. Toro se refugia en las palabras, en las historias, en textos que son más una encrucijada y un laberinto que lastres, que discursos grandilocuentes, sean estos implícita o explícitamente abrazados por el autor. En esta galería, Hombres maravillosos y vulnerables es la más alta muestra del estilo, que bebe de farándula y la mejor narrativa norteamericana, de Enrique Maluenda y de Bolaño y de las gemelas Campos (si eso es posible), una literatura que le debe a Bolaño y a las gemelas Campos, pero sobre todo a su aproximación a la violencia, el sexo y la tristeza, algo así como los tópicos de la literatura torista. Lo mismo pasa con Parque Avendaño, una reescritura de Spoon River en clave chilena (si eso existe, insisto), donde conviven una tropa de imitadores de Elvis, un congreso de colorines, un hombre que se eleva sobre una montaña de caca, un alcalde que ordena esconderlo. Como si Toro y no ese solitario y atormentado profesor de literatura de un colegio galés del barrio alto fuera el protagonista de El Proceso, donde, cual Lorrie Moore, cual Ethan Canin, puede Toro cambiar una risa a carcajadas (sin proponérselo, piensa el lector, o mejor: el lector sólo rie, como ríe un niño, una explosión tranquila y vital) pasa a la tristeza, una tristeza personal, piensa el lector, pero sólo ha caído en la pequeña trampa de quien asiste a una genialidad. Una galería donde los personajes son el decorado, un decorado lleno de fantasmas y de personajes narcotizados de literatura, y el decorado lo envuelve todo. La mayoría de los cuentos no muestran personajes que emocionen al lector, los de la fuerza emotiva, del desgarro interno, el desplome que se adivina en un murmullo, esa intimidad. Pero ahí está Fiestas, la pieza que puede hacer llorar a un hombre maravilloso y vulnerable. Con una sensibilidad casi del todo ausente en las demás narraciones. Como si el autor, piensa el lector, no lo supiese, no supiese lo que es capaz de hacer.

Hubo un diálogo entre ellos que me recordó a algunos de mis nietos, los que ahora estudian en España. Se han ido muy lejos, están allá, en la casa de los que fueron mis abuelos. ¡Qué lejos que es, y sin embargo también cerca! Pero éstos chicos hablaban y terminaban diciendo man. Qué cosa más curiosa. Man. Pero, lo cierto es que no decían men, tal como se pronuncia el hombre en inglés, sino que decían man, así como una mano sin la o, como una mano sin una parte, sin un dedo, ¡sin un dedo! ¡o sin dos!, y entonces me di cuenta que miraba entre Antonio y Diego (Toro fue a hacer algo en una esquina, pobre chico) en una línea recta hacia un espacio, hacia la nada, y los chicos me miraron como esperando que dijera algo. Pero no les dije nada, nada. Y alguien me dijo: trajimos los libros, don Hernán. Fotocopias. Anillados. Cuentos, cuentos.

Así como la literatura, en amplio, es el campo y la cancha de Diego Zúñiga, y Pablo Toro cabalgue cerca de la locura (cerca siempre, con cuidado de caer, a veces con más o con menos cuidado, pero siempre dejando una mano, una manito, tres deditos soportando la montura: no tan estúpido como para dejarse caer, no ahora, no, no), la elegancia, una elegancia norteamericana, una elegancia de literatura norteamericana, se entiende, es el signo de las narraciones de Antonio Díaz Oliva, premiado en tres concursos este año, uno de ellos en su universidad, otro internacional, y también en el concurso Roberto Bolaño, alguien a quien Díaz Oliva –lo admire o no, lo quiera o no, sueñe con él o no, diga ‘Roberto, Roberto’ en sueños o no- no copa sus influencias, ni las trastoca: sus personajes deambulan entre Estados Unidos y Chile, y destilan, así como Cheever - una estampa de sobriedad, de tranquilidad, el camino difícil frente a la vía llena de colores y saltitos del sexualismo, frente al narcotismo, frente al violentismo, frente al, aunque quién sabe que significará eso, juventilismo que copa tantos textos, que aparece más seguido, en cambio, en textos de Pablo Toro (que cuando llegó a la mesa dijo hola don Hernán, y luego le dio la mano, algo que Zúñiga y Díaz Oliva, ciertamente, no habían hecho y luego pensaron si deberían haber hecho, y luego Toro Olivos, un tipo rubio y de ojos azules y perdidos, irremediablemente perdidos, lanzó una sonrisa estúpida, como de un perro nervioso, esto en el caso que los perros se rieran, y don Hernán Poblete Varas sintió una ola de ternura o tal vez más bien una pequeña repulsión, o, más probable que todo lo anterior, no sintió nada), Diego Zúñiga o sus otros compañeros de pichanga, abusan. Esto, de la pichanga, dicho amistosamente; el director técnico podría ser el guionista López-Aliaga, y quizás podría estar en la cancha Constanza Díaz Hauser, una periodista de treinta y tantos años que asistió al taller en donde se afianzó la amistad de los jóvenes, ganadora del concurso de Revista Paula y alabada por Nicole Krauss, pero aún así resistida por el ala intelectualista de la Nuvó, mientras que otra, la de corte más liberal, ha confesado que compró el libro y se emocionó leyéndolo y llamó a la buena de Constanza para felicitarla, ella agradeció, lo encontró top, aunque luego no entendió eso de sumarse al movimiento y luego, apurada con el auto, le dijo que lo quería y colgó.

Diario, Antonio es un joven guapo de pelo largo y bigote y actitud, efectivamente, loléin, pero tranquilo, un joven que seguro sabe cuando bromear y cuando ponerse serio, un joven que se ve amistoso y sincero, lleva una polera de los Rolling Stones; me dan ganas de contarle a ese guapo joven de antes de eso, de Muddy Waters y Little Walter, es decir, contarle cosas sobre esa época, los dos juntos, con un vino y un queso, decirle cosas al oído. Pero no. Mejor no.

La elegancia de Díaz Oliva, que llamaremos, con todas las reservas del caso (porque las reservas son más que importantes, no dejarse llevar por los impulsos) el Cheever de la Nuvó, un Cheever que pese a que pierde el foco, el remache, la anotación, el tanto, el puntete, el gol, en textos como Espalda Mojada (un paréntesis en la carrera de Rey Misterio, un fragmento de algo), es capaz de retratar las fisuras amorosas y de la amistad en un lugar leve, borroso, tan parecido a la realidad como es Consejos sobre el Narcotango, o (pese a errores de sintaxis, algo pedantes) un relato parco que alcanza de golpe un giro que lo llena de sentido, o que mas bien lo deja al descubierto, como en El Rayo Avellaneda. Díaz Oliva fuera de la literatura de la desesperación, de la literatura de salvación, más cercano a la que podríamos nombrar literatura del espejo, literatura que no grita ni especula, sino más bien murmulla y remite a los escenarios comunes, el horror cotidiano, como dicen los críticos como Poblete Varas. Como dicen los críticos al leer, luego de una cena frugal, maravillosa, una cena con carne a la plancha y papas duquesas, un vino que se adecue con esa temperatura, un vino que pegue. Y luego dicen: el horror cotidiano, esto es el horror cotidiano, a mi no me vienen con cosas, estos pares son tres moscas. Un horror que intuimos pero que (¡horror!) no debemos alcanzar a tocar, una advertencia. Una alerta. Pero, a veces, es un beso de la bestia. Díaz Oliva es capaz de lograr eso en Karl Rove estaba por salir, un breve y soberbio relato sobre el renunciado asistente de Bush. Un final de locura. Y con eso basta, y sobra, varias veces, varias.

Comiendo y hablando con estos chicos, pienso: La literatura no es sólo fuente de alegrías, de penas, de compañía cuando uno se siente solo. También es, vuelvo a pensar, de amistad. De conocer gente. Y Diego Zúñiga me dice: Qué tal es Marta Brunet. Y yo digo: Hay que leerla. Y Antonio Díaz me dice: Qué tal es Salvador Reyes. Y yo digo: Reyes, Salvador Reyes. A él hay que leerlo. Y Zúñiga dice: Y qué tal Ernesto Montenegro. Y yo digo ya pletórico, porque las papas, y los textos, y los viajes y los nietos y en realidad toda esta vida ha sido una bendición y hay que agradecer a veces, a veces habría que gritar, gritar como Montesquieu, pero también como Verlaine, como Rimbaud (Elles me trouvent drôle, et se parlent tout bas!), y digo, Montenegro, Ernesto Montenegro, un buen narrador, el campo chileno, que alegría mía, el campo chileno, jóvenes, historias de amigos y causeos, y gallinas, y águilas, en suma, les digo cuando ya está oscuro y sólo hay sombra entre nosotros, y los ojos de los tres se han pegado a los míos como larvas y alumbran como seis luces en la penumbra: en suma, hay que leerlo, hay que leerlo, chicos, aunque poco después me siento cansado, cansado pero pensando en algo (¿en qúe? ¿en la felicidad?), en esos ojos, en figuras, pero ellos no lo entienden, no podrían, no tendrían por qué.